Noche
de Fallas.
Antes
de salir hacia el aeropuerto quisimos ir a ver por última vez las luces de la
calle Sueca, al lado de casa.
Compartimos
unos buñuelos mientras paseábamos y observé que la gente estaba más exaltada de
lo habitual. Unos policías metían en la lechera a un grandullón que babeaba
sangre. Entonces le vi, un tipo pelirrojo con la mirada perdida nos venía
siguiendo.
Olía
a quemado, parecía como si lloviera ceniza, algún gilipollas había prendido
fuego a una falla antes de tiempo.
Nos
paramos en un puestito a tomar una última cerveza antes de ir a por las maletas
a casa. Desde el espejo de detrás de la barra pude ver al pelirrojo mirándonos
con los ojos ensangrentados.
—Espérame
aquí —le dije a Noa.— Te quiero —pensé.
Me
acerque al borracho pelirrojo.
—¿Por
qué nos sigue? ¿Quieres algo?
No
contestaba, seguía mirando por encima de mi hombro derecho a Noa que nos
observaba preocupada desde la barra.
—Pírate
de aquí o te voy a arrancar la cara a hostias —le dije sin pensar muy bien en
las consecuencias.
Entonces
dejo de mirar a Noa y me miró a los ojos, sus pupilas estaban tan dilatadas que
no se podía distinguir el color del iris, su mirada estaba inyectada en sangre
y un hilillo de baba colgaba de su boca.
Con
una voz asombrosamente grave me espetó:
—Está escrito que tú acabes con esto, pero solo
si yo lo permito.
Entonces
todo estalló...
El
pelirrojo se lanzó a mi garganta, creo que intentando morderme. En aquel
momento lo creí, hoy estoy seguro.
Le
golpeé con todas mis fuerzas, apenas se tambaleó. Volví a darle un derechazo en
la barbilla pero seguía en pie. Pude ver que había una silla justo detrás de él,
decidí empujarlo de un golpe seco, al tropezar con la silla se fue al suelo. Me
giré hacia Noa y vi que otros tipos se acercaban a ella arrastrando los pies,
cada vez llovía más ceniza. En una de las mesas del chiringuito había una
botella de ginebra medio vacía, la cogí y se la rompí en la cabeza a uno de los
tipos que también se fue al suelo; con la botella rota amenace al otro tipo que
seguía avanzando hacia nosotros lentamente, no se detenía, decidí coger a Noa
de la mano y salir corriendo. En ese momento pasaba un taxi, le hice seña y no me hizo
ningún caso, así que decidí saltar al centro de la calzada y ponerme en su
camino. Frenó en seco.
—Hay
que salir de la ciudad —gritaba el taxista.
—Llévanos
al aeropuerto —le grité yo.
Abrimos
la puerta del vehículo y Noa se subió, cuando yo estaba a punto de entrar, algo
me agarró de la espalda. El taxista aceleró a tope y pude ver a Noa gritando y
llorando en la parte de atrás mientras el coche se alejaba. Tardé mucho en
volver a verla.
Con
mi codo derecho golpeé varias veces en las costillas a quien me agarraba hasta
que por fin me soltó. Era el grandullón pelirrojo, comencé a correr detrás del
taxi que cada vez estaba más lejos.
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